Solitaria despedida.

El frío invernal ya no calienta,
ya no me siente,
ya no me anhela.
El frío se consume en la nada,
sin valor,
sin emociones talladas
en el vaho de las ventanas.
El frío se vuelve tenue
en esta espiral de apatía
y conformismo.
El frío se vuelve lejano
en esta lujuria arrinconada
en el cajón más polvoriento.
El invierno ya no es triste,
ya no es alegre.
Las navidades envejecen
con mi magullada piel.
La familia desciende
mientras mis parpados se cierran,
mientras mi mirada se pierde
entre las frías paredes de un cuarto
que ya no escucha mis penas.
Ya no hay sangre en mis venas,
ya no hay aire que respirar,
ni cadenas que romper.
Estás solo tú frente a la verdad,
frente a la cruel realidad que nos observa,
que con su brutal pureza
nos arropa entre llantos,
nos apuñala con sus manos
y nos rompe el alma con entereza.
Somos organismos insignificantes
navegando por un hermoso mar.
Somos seres incapaces,
fugaces e inservibles.
Es el tiempo nuestro dios,
es la muerte nuestra reina,
que suspira impetérrita,
al vernos sollozar por cosas tan nimias.
¿Qué cabe esperar?
No somos dueños de nada,
no somos capaces de nada.
Somos almas en tránsito,
deseosas de abandonar la prisión,
de escapar del sueño prosaico.
Somos caminantes solitarios
que buscan una razón para existir.
Una razón invisible,
un corazón que no sangre,
un deseo incorruptible.
Somos y seremos,
lo que la muerte nos hizo ser.

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