Cenizas del pasado.
Hasta hace poco creía que la vida consistía en aparecer y
desaparecer con el único fin de transitar. Es por ello que siempre quise
conseguir algo más, algo que nunca llegaba; trascender de una forma o de otra.
Me alejé de la realidad, quise escapar de esta cárcel que aprisionaba las
palabras que siempre quisieron salir. Me alejé y volé sin alas hacia un suelo
frío y húmedo que mancha de barro tus ojos y humedece tus pestañas. Ahora, ya
tarde, me doy cuenta de lo infantil y estúpido que he sido. No era más que un
crío asustado que no se daba cuenta de lo hermoso de un atardecer solitario.
Ahora, que soy más real que nunca, más dolor siento dentro de mí al entender,
una vez aquí, que no escucharé más su voz, que su risa, ahogada en mis
pulmones, no sonará de nuevo. Es difícil regresar, las cosas siempre cambian,
la vida no espera a que tú decidas actuar. El pequeño pueblo, en cambio,
continuaba igual, quizá algo magullado por el tiempo, quizá más verde, pero
seguía transpirando la misma paz que me crio.
El coche temblaba como si también se le erizase la piel,
como si no soportase mis nervios ni el peso de unas lágrimas atemorizadas por
la luz solar. Aparqué cerca de la plaza donde aún corrían niños inconscientes
que pensaban que jamás se acabarían los días en los cuales la felicidad botara.
Salí de aquel reducto motorizado con el caminar de un
extraño, con la visión de un extranjero. Un emigrante que llegaba tarde a su
hogar. Por un momento me sentí incómodo, quise regresar, huir de un lugar que
solo me traía dolor; aun guardo ese recuerdo con vergüenza.
No tardé demasiado en llegar a la casa de mi madre. Es lo
bonito de los pueblos, todo está cerca, demasiado cerca para olvidar.
El antiguo hogar de mi familia ensombrecía con su arcaica
iluminación mis pensamientos más vulgares, mientras que, por otro lado,
alumbraba con dulzura mis recuerdos más felices y, a la vez, más borrosos. Ella
estaba ahí, la pude mirar fijamente a los ojos al abrir la puerta que separaba
el patio de la entrada. Permanecí estupefacto durante unos segundos, admirando
en un antiguo espejo los ojos que me habían amado y educado. No tardé demasiado
en darme cuenta que estaba solo y que la maleta era mi única compañía.
Dejé el equipaje en el suelo y tiré mi sudadera a la cama
con desprecio, aceptando que ya nadie me la recogería, a pesar de que hacía ya
mucho tiempo que la colgaba en una percha en el armario de mi apartamento en
Madrid.
Nunca fui un mal hijo, lo sabes bien. Hice lo que muchos
querían en esos días, aprender a caminar solo y volar lejos de ahí. Lo único
que de verdad lamento es haberme olvidado de ella abrumado por el estrés de la
ciudad.
Abandoné su antiguo refugio de intimidad para dirigirme, sin
flores ni artificios, al lugar que más pánico me daba. Es bastante impactante
volver a ver a tu madre convertida en frío mármol, hablar con ella y que te
hablé a través del eco de tu propia voz. Quizá debió llover, o por lo menos
estar nublado, lo hubiese hecho más dramático y más fácil para mí. Era el día
más caluroso de Agosto, siquiera la luz se veía amedrentada por mis gafas de
sol, arramplaba con todo. Mis sentimientos no fueron una excepción. Caí de
rodillas, rendido ante la impotencia, ahogado en llantos inspirados por la
culpa y visiones de un pasado que se fue demasiado pronto. Nunca llegamos a
tiempo, siempre es demasiado tarde…
-No llores chico – no sería capaz de describir lo que sentí
al ver a aquella mujer envejecida posar su mano sutilmente sobre mi espalda –.
Aún recuerdo cuando mi madre se fue, ese dolor se reconoce con facilidad.
-No lo entiendes – mi voz nació hueca, coartada por unas
lágrimas ya secas y un corazón ennegrecido por el aire que se respira tras la
muerte.
-No hay nada que entender, lo que vive se va, pero al final,
todo vuelve – no le di especial importancia a aquellas palabras, al fin y al
cabo, yo había regresado después de un largo tiempo. A día de hoy me doy cuenta
de lo estúpido que fui.
-Hay cosas que nunca regresan, y yo, la fallé. Nunca volveré
a tener la oportunidad de hacer las cosas bien. Se fue creyendo que su hijo la
había abandonado – esta vez giré para observar su reacción y pude ver la
nobleza de la edad, el cariño que otorga la soledad.
-Mira, yo he perdido a todos, uno a uno. Al principio el
dolor fue terrible, se sentía ardiendo en mi piel, pero con el paso del tiempo
la cosa cambió. Los recuerdos crecían en mí como raíces en busca de agua. Les
mantuve presentes durante muchísimo tiempo en mi cabeza. Recordaba los largos
ratos que pasé con mi hijo antes de que un taciturno camionero se lo llevase
lejos de mis brazos – Hizo una pausa para respirar que produjo un escalofrío en
mi interior.
-Mi tío murió de la misma manera… – Una pequeña lágrima se
suicidó desde mi mejilla.
-Ves, la vida no es fácil, pero guardas cada recuerdo y
cuanto te vayas, ellos guardaran los tuyos y ya tan solo te quedará protegerlos
desde el silencio.
-No sé, la echo tanto de menos… – Era un iluso, no me daba
cuenta de nada.
-Tranquilo muchacho, cuando mi marido murió siempre pensé
que le vería tras, bueno, ya sabes; y… Aquí sigo, aun me quedan cosas que hacer
en este lugar.
Mis ojos continuaban observando una lápida sin nombre, sin
mirar, sin prestar atención. La lluvia mojaba mi mente mientras el sol
calentaba mi fría piel.
No la escuché, me levanté del suelo, cansado de la pena, me
despedí con cariño y me fui. Nunca volví a verla, jamás. Sin embargo, su voz,
junto a la de mi madre, regresa a mis oídos en los momentos más ruidosos de mi
vida.
No esparzáis las cenizas, mantienen el calor.
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