Sueños de arena #1. Nunca jamás.


La vida increpaba con su constancia y abominable rutina. El aire, cada vez más escaso, acariciaba su rostro con parsimoniosa ligereza, mostrando, de esta manera, que no iba a ser un día especial, tan solo un día más, en el cual, volver a recordar las perseverantes palabras que tanto le herían: “No eres un hombre”. ¿Qué significaba aquello? ¿Fue sincera? Él tan solo miraba el cielo, evadiendo así en silencio la estruendosa calle por la que transitaba. Demasiada gente, demasiados humanos. ¿Humanos? Hacia un tiempo que esa pregunta revoloteaba por su mente como cuervos tras la guerra. No hacía más que ir de un sitio para otro, ya siquiera se planteaba el porqué de todo aquello, tan solo iba, trabajaba, comía, volvía, se dormía, trabajaba. Así en un ciclo eterno hasta el final de sus días. Maquinas que existían para dar vida a una sociedad con entidad propia. Pero, muy a su pesar, debía de olvidar todas esas ideas malévolas que acechaban su cabeza, así nunca llegaría a ser un hombre. Retraído, anclado en un pasado angosto y nada evolucionado. Siempre cabizbajo, vulnerable, sin fuerza para realizar los trabajos más sencillos y mundanos. No debía seguir viviendo así, en constante depresión, incapaz de salir de todo aquello.
Miró de nuevo a la angustiada luna, pronto la contaminación impediría que las personas de este bajo mundo sean capaces de admirarla. Le resulto triste, la belleza había sido sacrificada con el fin de avivar las forjas, de hacer funcionar la maquinaria. Todo el mundo se cimentaba en las grandes proezas del hombre, habiendo aniquilado la esencia misma de la vida por nuestra mísera existencia, como si realmente fuéramos importantes cuando apenas habíamos comenzado a nacer para el universo.
Llegó a su diminuto hogar cansado, como de costumbre. No le había resultado tedioso el trayecto, su mente hacía que el tiempo fuese efímero, convirtiendo los días en simples recitales de un minuto y poco más. Se sentó en el sofá y encendió la enorme tele que ocupaba casi todo el salón. Aun no entendía como su vista resistía el acecho constante de las pantallas, sin embargo, le era imposible librarse de aquello: tirarse en un lugar y esperar a que todo ocurriese. Vagabundear por el tiempo esperando que algún día todo se paré y así, poder por fin ser dueño de sí mismo, ser dueño de su vida. Y siempre que pensaba en ello, una palabra resonaba en su cabeza: “procrastinación”, entonces afirmaba con la cabeza, entendiendo que estaba desperdiciando cada momento, aceptando que la vida no era más que aquello que perdía.
La mañana siguiente llegó, se había quedado completamente dormido en el sofá. Ella volvió a aparecer en su cabeza, otra vez, nunca le dejaba en paz, y como siempre las mismas palabras: “No eres un hombre”. Podría haberse sentido rabioso, desatar el rencor y borrar de su cabeza cada recuerdo de su mujer, pero, en ese preciso instante, apareció ante él, desnuda, con la piel suave y su cuerpo blanquecino. Sus labios rosados le besaban con dulzura, sus manos erizaban su vello y sus ojos le miraban fingiendo un amor supeditado a sus méritos. Nunca fue suficiente para ella, se lo repetía constantemente. Se culpaba de haberla perdido, de haberla amado tanto que aun habiendo trascurrido tantos soles, el dolor seguía profundizando en sus órganos, deteriorando su voluntad y perturbando sus más insignificantes pensamientos.
Se levantó, fue a la ducha y se olvidó de nuevo de lo mal que se sentía. Tras terminar, cubrió su piel con una toalla y se quedó mirando fijamente su reflejo en el espejo. No es que le pareciese horrible lo que veía, pero, ¿quién iba a querer a un alma tan demacrada? Tan insulsa… No tenía mucho que aportar. Se secó el cuerpo y se vistió. Se quedó de nuevo petrificado frente al espejo, no sabía muy bien que esperaba, tan solo se miraba fijamente. Quería conservar ese segundo, o esos tres segundos, o esos cuatro. Quería hacer por fin suyo un instante, pero le duro poco, la prisa le imbuía.
Cogió las cosas que necesitaba y abandonó su hogar. De nuevo, la calle estaba abarrotada, repleta de infinitas personas que iban de un lugar a otro, ya sea a trabajar o a sus hogares, lo mismo daba, la productividad era la misma. El transporte asustaba, era complicado incluso no quedar expuesto a la asfixia, no había otro lugar donde se torturase más el oxígeno. Se devoraba con crueldad, con ansiosa necesidad, parecía que la gente jamás había meditado ni un segundo sobre como respirar. Demasiada información en su cabeza para ponerse a analizar nuevos conceptos.
Él les miraba anonadado, pues cuando sufres una pérdida tan dolorosa, dejas de sentir satisfacción por las cosas cotidianas, comunes, tales como el móvil. Las personas eran incapaces de mirarse unas a otras, estaban ensimismadas con sus aparatos electrónicos, buscando ahí una vida que jamás encontraran, pues no existe. Abrazar los deseos en una existencia invisible pudiendo recorrer cada páramo de un mundo humano y sensible. Elecciones personales suponía, quizá el mismo había sido presa de esa sensación, y gracias a su desgracia, por fin se había dado cuenta. Los caminos del señor son inescrutables, pensó. En cierta manera le fascinaba la mitología antigua.
Cuando llegó al trabajo todo era igual que ayer, una sensación que experimentaba ya desde hacía un tiempo. En cierta manera el transcurrir de las cosas se había detenido, y cada momento, cada instante, no era más que un reflejo del anterior. Una concatenación de sucesos insignificantes que ridiculizaban el plural e individualizaban cada acción, siendo todo una misma cosa. Un mismo día repetido hasta la saciedad. Su mente quería hacerle caer, exprimir lo poco que le quedaba de productividad y convertirlo en un vegetal más que asentía con la cabeza sin siquiera escuchar lo que sus hermanos le proponían u ordenaban. En resumen, la vida de miles de personas.
Se sentó en la silla y todo pasó. Todo pasa se apresuró a pensar. Todo transita por el inconmensurable mar del tiempo. No hay valor en el presente, ni en el pasado, siquiera en el futuro, porque lo que se fue ya no se posee, lo que es ya no es, y lo que será, fue y se perdió.
Todo es pasado…
Salió del trabajo, sin apenas recordar lo que había hecho. Su cabeza seguía pensando en ella, ni un antiguo monje budista hubiera sido capaz de centrarse tanto en un punto y abstraerse de aquella manera, pero el amor mueve montañas, o eso dicen.
De vuelta a casa, algo le hostigaba, una sensación muy extraña que le golpeaba el pecho con fuerza. Podría ser ansiedad, su médico le había recomendado apaciguar su mente. La verdad, es que los médicos a día de hoy recomiendan muchas tonterías, se ven abrumados por la cantidad de enfermedades mentales que hemos producido, y ven en su incapacidad de curarlas una seria amenaza a su oficio. Tantos años de investigación para sanar heridas y enfermedades superficiales, y no han sido capaz de prestar atención al verdadero cáncer de la sociedad: la salud mental.
Abrió la puerta de su hogar, pero notó un tirón en la manga de su chaqueta. Intentó tirar para arriba para apoyar la mano en la puerta y empujar para dentro, pero notaba como que una presión, muy leve, le impedía levantar el brazo. Por alguna razón que desconocía se negó a tirar con fuerza de la manga y, en cambio, prefirió bajar la mirada para ver que ocurría.

-          No me has mirado siquiera, llevo un buen rato intentando que me haga caso – dijo lo que aparentemente parecía una niña, muy delgadita, que apenas le llegaba a las rodillas, tirando con mucha suavidad y ternura de su manga.  
-          ¿Quién eres? ¿Has perdido a tu mama? – preguntó sorprendido aquel hombre solitario, aplastado por la vida e incapaz de entablar una conversación decente ni con una niña pequeña.
-          Yo no tengo mama, señor. Buscaba a mi peluche, lo he perdido – dijo escurriendo los parpados con miedo.
-          ¿Y tu papa? – insistió.
-          Tampoco tengo papa, señor. Lo único que tengo lo he perdido – contestó la niña cerrando los ojos y marcando mofletes, pues no quería que la viese nadie llorar.
-          ¿A quién has perdido, pequeña? – preguntó innecesariamente.
-          A mi peluche, señor – respondió ella con voz angelical.
-          No entiendo muy bien. Empecemos por el principio, no es necesario que me llames señor. ¿Qué haces aquí? – no sabía muy bien que añadir, no entendía la situación. Intentó por todos sus medios comportarse como un hombre responsable, no quería volver a ser el crío inmaduro que todo lo arruina.
-          Perdona, señor. No era mi intención molestarle. Solo quiero recuperar mi peluche – dijo ella sonriendo.
-          Bueno, llámame como quieras – dijo por lo bajo –. ¿Dónde está tu familia?
-          Vale, señor. Pues… No tengo familia la verdad, solo tenía a mi peluche – dijo ella entristecida pero manteniendo la sonrisa.
-          ¿Y dónde vives? ¿Qué haces por aquí? – él no salía de su asombro, no entendía que hacía aquella niña pequeña en su casa. Le parecía del todo anodino.
-          Demasiadas preguntas, no sé. No las entiendo. No vivo en ningún lado, ya te he dicho, señor, busco a mi peluche – su expresión esta vez era de incredulidad, como si no alcanzase a comprender bien las preguntas que le hacía.
-          Vale, pasa – y abrió la puerta de su hogar dejando entrar, sin estar convencido del todo, a aquella cría que se había encontrado por casualidad.

No sabía muy bien que hacer, toda su vida se había descolocado de un segundo a otro, aunque bueno, tampoco había mucho que descolocar, ya estaba todo desordenado de por sí. La miró y se sorprendió. Ella comenzó a gatear por la casa, sin pestañear, buscando en cada rinconcito a su osito perdido, como un cachorrito que aprende a jugar por primera vez.

-          ¿Qué haces? Tu peluche no está en mi casa – dijo él incrédulo.
-          ¿Y cómo lo sabes? Aún no hemos mirado – contestó ella levantando la alfombra para mirar debajo, cosa que tras un rato le pareció extraña, ¿cómo iba a estar un peluche debajo de una alfombra?
-          Porque nunca has estado aquí – argumentó arqueando la ceja en señal de confusión.
-          Ya, yo no, pero quizá mi peluche sí – dijo ella sonriendo y sin parar ni un segundo de buscar debajo de cada mueble de la casa.

No hubo necesidad de decir nada más, sabía que no surtiría efecto, los niños tienen una forma de ver la vida muy extraña, pensó. No tienen los pies en la tierra, no racionalizan ni afrontar los problemas reales de la vida, ¿qué más dará un peluche perdido? Es un objeto sin valor ninguno, una infantilada que se acabará perdiendo en el olvido como todo lo demás. Además, ¿cómo iba a estar en su casa? Era estúpido, obviamente el puto osito no había recorrido medio mundo para acabar escondiéndose ahí, un lugar donde por razones obvias no cabía ningún objeto de esas características. Tenía que centrar su mente, aquella no era más que una distracción, como tantas otras, que le impedían enderezar su vida y ser mejor persona de lo que había sido. “No eres un hombre”.

-          ¿Me puedes ayudar? La casa es muy grande, y yo sola no voy a poder – preguntó.
-          Tu osito no está aquí pequeña – le contestó.
-          Venga porfa, que no puede estar en ningún otro lugar – se acercó al hombre despacio, se arrodilló y le  agarró el pliegue de sus pantalones, tiro de él en forma de reclamo, engordó los mofletes y apoyó su cabeza en sus piernas – porfa, porfa.
-          En serio, no está aquí. No puedo hacer nada.
-          ¿Por qué no? ¿Acaso no estoy yo aquí? – preguntó la niña.
-          Sí, estás aquí – dijo él, cansado.
-          ¿Entonces por qué mi peluche no puede estar también aquí? Lo mismo se ha escondido. Mi peluche siempre se esconde donde es necesario.
-          ¿Necesario?
-          Sí, señor. Mi peluche huye de mí cuando no lo necesito y se esconde en lugares donde de verdad se le necesita, o eso me dice siempre. Pero yo no quiero que se vaya, ya se ha ido demasiada gente – dijo agarrando fuerte el pantalón del hombre.
-          No entiendo – contestó.

Algo recorrió su mente como un rayo de luz que huye de su pasado. Una idea que hacía mucho tiempo que no alumbraba su hueca cabeza. La esperanza de un susurro vertiginoso que solo transcurre cuando de verdad necesitas escucharlo, pero, sin embargo, jamás se muestra nítido como la materia ante tus ojos, sino como un cristal en el vacío. Un sonido transparente, silencioso, capaz de erizar tu piel sin siquiera entender ni una palabra de su mensaje. Todos en esta vida lo hemos sentido alguna vez. La vida misma. Por una vez ya no sentía pena ni angustia por su vida de mierda, anclada en la soledad de un puerto sin luz, como un barco olvidado, amarrado, sin esperanza de partir. Tampoco tenía pretensiones, no quería convertirse, trasmutar, evolucionar y cumplir las expectativas, tan solo sentía su esencia pura en lo más profundo de su ser. Fuego eterno que no siempre da el paso y se desnuda ante nosotros, mostrando así su calidez y su fulgor.

-          Puede que sepa dónde está tu peluche, pequeña – dijo él, esta vez con una voz tranquila y mesurada. Su mente estaba en paz y, debido a esa sencilla transformación, se le notaba más alto, más presente, más corpulento. Su apariencia insulsa, hueca, había desaparecido en el abismo de lo insustancial, volvería, sin ninguna duda, pero por unos segundos, su inseguridad se escondió muy a dentro de su alma, abrigada por el cajón más polvoriento de la habitación más diminuta y recóndita de toda mansión.
-          ¿Dónde, señor? – preguntó intrigada y con una enorme sonrisa. Una sonrisa que solo se puede encontrar en los niños, pues luego se va perdiendo en el ártico mundo de los adultos.
-          Siéntate y cierra los ojos.

Ambos se sentaron uno frente al otro, con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Él, con su inquebrantable estado, colocó las manos junto a su pecho, y las arrastró hacia fuera como si agarrase algo entre sus dedos. Ella, expectante, levantó las manos y rozó lo que él sostenía.

-          Sujeta - dijo él –, y cuando de verdad lo tengas abre los ojos.


Ella lo sostuvo y lo agarró fuerte, tan fuerte, que lo empotró contra su pecho con muchísimo entusiasmo, como si hubiese recuperado algo que hacía mucho tiempo que había perdido. Abrió los ojos, con excesiva rapidez y lo pudo contemplar. No dudo en lo que acababa de pasar, jamás dudo, pues desde que entró en aquel lugar, sabía perfectamente donde se ocultaba su peluche, pues a veces no consiste en ser mejor, sino en volver a ser lo que fuiste. Quizá, y solo quizá, al crecer nos olvidamos de lo que realmente somos.   







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