La ninfa sin nombre.
El espacio… ese recóndito lugar donde el infinito nos cuenta
las historias más superficiales e increíbles. Un cubículo habitado por extrañas
criaturas de formas inexplicables y desconocidas. Un paraje hacia una realidad
inexistente; oscuridad desmedida y artificial. Allí nos dirigimos, al espacio.
Vasta y enérgica nada poseída por los demonios de ancestros muertos. Metafórico
hogar de gárgolas de un gótico ensuciado. A la superficie olvidada de una
apagada luz permanente nos dirigimos; prestamos atención y relatamos esta
historia antigua y desmerecida por aquellos cuyas lágrimas nunca jamás se
volverán a reproducir. Un lugar desértico, repleto de vida, silencioso,
inteligible, misterioso, solitario; un lugar donde el sonido nunca existió, y
la luz jamás estableció su imperio. Allí, en el infinito, sentenciamos. Allí,
en la noche, describimos. Allí viajé por un instante y recordé lo que en el
pasado viví.
Todo comenzó con un sueño, un sueño espaciado, atemporal. Yo
podía apreciar con claridad todo aquello que ante mí acontecía, mas no me
estaba permitido intervenir, siquiera podía afirmar que yo existiese como
existo ahora mismo, tan solo era… inmaterial. Mi cuerpo invisible volaba a
través de un espacio limitado alrededor de una cúpula de cristal atraído por su
gravedad intrínseca. Mi mente se trasladaba a tal velocidad que era capaz de
apreciarlo todo con la claridad de un clarividente. Una cúpula de cristal
transparente con la energía del sol, con la leve diferencia de tan solo poder
alumbrar su interior; el espacio permanecía oscuro a su paciente paso. Allí
mismo la vida emergía, o siempre había existido, jamás sería capaz de saberlo,
ya que mi mente asimilaba todo tan vertiginosamente que me sería completamente
imposible explicar lo que pasó, era o acabaría pasando. El tiempo no seguía una
línea continua, era un caos; el pasado, el presente y el futuro se entrelazaban
como células de un mismo cuerpo.
Ahí estaba yo, o al menos ahí estaba la luna invisible con
conciencia, que admiraba cómo detrás de un acristalado planeta, cantaba una
preciosa ninfa disfrazada de hermosa mujer. Estuve años, siglos, admirando su
delicado rostro pálido. Poseía una belleza mitificada, un cuerpo estrecho y
vulnerable, fuerte y apasionado. Era la mujer de mis sueños, del sueño de todo
hombre, pues no era la mujer, era todas las mujeres que cohabitan en nuestro
subconsciente. Una ninfa del bosque, malvada… quizá, bondadosa… es probable.
Allí, en ese lugar boscoso; en aquel Edén real no existía el bien y el mal; en
aquel planeta verde y reducido tan solo existía una ninfa robotizada. En aquel
planeta boscoso, con un riachuelo que no acababa ni empezaba, con un árbol en
el centro, cuyas raíces mantenían el cristal en perfecto estado absorbiendo la
energía oscura del espacio; allí, una hermosa mujer vivía desnuda, sola,
indefensa y fuerte. Una inteligencia superior, una mente tan perfecta que se
había adentrado en el camino del nihilismo. Un poder superior a cualquier
hombre. Un poder que te sumergía en la monotonía absoluta sin siquiera
planteártelo. Una mente que no deja de ser una más de aquel sistema
dependiente. Para un humano, incluso para mí, sería difícil distinguirla de
aquel precioso árbol de rosadas hojas. Una artista natural, con mil dones, y
mil tareas a realizar. Una poetisa que deambulaba por su cautivador mundo,
cautiva de su propia perfección. Ligada a sus actos como nosotros a las
preguntas retóricas, un alma envuelta en la tristeza de una alegría inmortal.
¡Alegría! Su mundo carecía de contrastes, tan solo pervivía la unicidad; un
llanto tan solo era concebible en la escorrentía del río perpetuo, y las
sonrisas, ¡oh, las sonrisas! Acto corpóreo sinérgico e involuntario,
reminiscencia de algún pasado aterrador.
Allí habitaba ella, en un mundo unificado, sin bestias, sin
preguntas, sin respuestas. Inmortal, rasa; terrenal ninfa profunda y
superficial. Caminaba relajada, sin cuestionar; recogía el agua purificada del
río interminable e histórico. Bebía, no necesitaba comer. Se bañaba sin
entender el motivo, simplemente se contemplaba desnuda, iluminando el río con
su belleza y contemplando la hermosura del agua en su brillante e hipnótica
piel, la cual relataba historias olvidadas en tabernas frías y desconsoladas.
Princesa de un reino sin palacio, animal de un reino sin ocaso. Plebeya de un
imperio igualitario. Reina y súbdita del acristalado hogar de la inmortalidad.
Súbdita y reina del acristalado hogar de la muerte.
Allí, en ese extraño lugar, flotaba yo. Contemplando con
celeridad el pastoso transcurso de los acontecimientos. Pasaron siglos,
milenios, y entonces… ocurrió. Siempre, cuando la tranquilidad gobierna el
entorno, la monotonía se vuelve vulnerable y el caos ataca; pues cuando la estabilidad
alcanza, la inmortalidad muere lentamente. El tiempo es un elemento frágil, y
cuanto más perdura más posibilidades tiene de morir. Así ocurrió, nuestra
acristalada esfera colisiono y sucumbió a la gravedad de su hermana gemela.
Todo se trastorno y nuestra ninfa acuática, nuestra diosa inmortal, se acercó
apaciblemente hacia el cristal. ¿Por qué? Nunca lo sabré. Pero lo hizo. Ahí
estaba. Frente a frente con un transparente cristal olvidado. Me atrevería a
decir que aquella hermosa dama espacial jamás, en toda su existencia, o al
menos en su breve tiempo fugaz, había comprendido que aquel cristal suponía una
frontera, un límite. Un punto y final en el texto lírico de la realidad.
Tampoco lo apreció en ese momento, tan solo pudo observar, muy a lo lejos; en
el fondo de todo aquel enigmático y oscuro cementerio estelar; una cúpula
acristalada. Un reducto inmortal idéntico al suyo. Tardó, su mente inteligible
tardó en asimilar las similitudes. ¿Por qué? Nunca lo sabré. Pero lo hizo. Ahí
estaba. Frente a frente con una verdad cruel, su mundo simple y perfecto era la
copia de un mundo igual de perfecto y simple. Aun así se mantuvo recta, firme; comenzó a desarrollar una conciencia primitiva sobre toda la realidad que le
rodeaba y aprisionaba. Siguió observando, no cesó, algo tenía que encontrar, yo
lo sabía, ella lo sabía; y por supuesto… lo encontró. Tras el símil
acristalado, a la deriva de la oscuridad, una forma irónica se retrataba a sí
misma en perfecta armonía con nuestra ninfa. Ahí estaba yo, silencioso,
expectante. Ahí estaba yo, asimilando como se partía la vida de una inmortal
moribunda al encontrarse cara a cara con la mujer reflejo.
Soñaba. Sí, soñaba con encontrar un marco con el que
enmarcar aquel cuadro surrealista y a su vez explícito. Ella miraba con
cautela, inocente y atrevida. Oteaba, pues muy a lo lejos se encontraba su
igual, el fin de su soledad. Ambas se acercaron a su prisión tímidas, lo poco
receptiva que le era permitido a una ninfa de la continuidad. Ambas, en
movimientos idénticos y ordenados, correctamente contrariados, posaron su mano
sobre el cristal y aproximaron su fina faz para atravesar el reflejo de un
cristal reflectante. Se miraron, se observaron lentamente. Sin barreras se
hubieran acariciado, con barreras rozaban la línea imaginaria de su piel
ilusoria. Iniciaron su amor irregular en el interior de sus esferas regulares,
conocieron el sentimiento más voraz en el interior de su cuerpo delicado e
indestructible. Entonces, en lo que para mí fue un segundo, pasaron siglos, y ellas
no dejaron de mirarse; olvidaron. Regresaron a la monotonía a la que estaban
acostumbradas, con una única diferencia; ahora, ambas tan solo se contemplaban
sentadas, sin dejar de asombrarse. Habían encontrado la pasión incandescente de
una mirada, y como si su mundo estuviese vinculado a sus sentimientos, o
simplemente llorase por la pérdida de las ninfas, comenzó a sangrar. Explotó,
el suelo abandonó el verdor para alumbrarse a través de un magma corrosivo; el
río ennegreció y me repugnó con su suciedad desmedida; e Yggdrassil perdió las
hojas y se secó. Su hogar enmudeció y fue sentenciado al silencio. Diosas.
Diosas inmortales fascinadas por la sociabilización, por el amor de un narciso,
por el poder de un cántico artístico escuchado a lo lejos en el núcleo central
de nuestro cerebro, cantado y representado por las sirenas del mar Egeo.
Así sucedió, ellas olvidaron y su mundo murió. Ellas
prevalecieron entre los acristalados barrotes desfigurados. El tiempo pasó,
corrió por un camino unidireccional a velocidades vertiginosas, hasta que la
inercia obligó a las ninfas del caos a más. Necesitaban más. Aquel amor era tan
poderoso que no podían seguir estando separadas. Ellas necesitaban tocarse. La
pasión las dominaba. Su prisión de papel comenzó a ser un tortuoso problema. Yo
lo podía afirmar, las miraba y tan solo veía rabia, profunda rabia superpuesta
a la profunda pasión que las alentaba. Allí estaban ellas aporreando el cristal
con la determinación de las diosas de la noche. Golpearon sin cesar, enrojeciendo
sus suaves y preciosas manos. Yo lo sabía, todos lo sabíamos, pues era un
sueño, y en los sueños toco acomete como debe acontecer. Su fuero interno se
disfrazó de fuego fatuo indeterminable. Sus miradas tornaron de color y sus
caricias invisibles destrozaron un cristal incapaz de dañar. Allí, en las
profundidades de la galaxia, en el vacío absoluto, dos mundos cayeron, dos
imperios sucumbieron; y ellas… ellas, caprichosas, se abrazaron flotando en la
oscuridad. Se besaron, sí, juntaron sus labios y dejaron de ver. Allí, en las
profundidades del desierto infinito se fusionaron en un mismo ser dividido.
Amantes correspondidos. Y entonces… en la desidia del amor, ambas, al mismo
tiempo y en el mismo espacio, giraron sus cabezas y miraron atrás. ¿Por qué, por
qué no se conformaron, por qué no fluyeron, por qué tuvieron que regresar?
Allí, en la nada absoluta regresaron a la nada rotunda. Todo había sido
destruido, todo su pasado había muerto y no perduraban siquiera las cenizas del
recuerdo. La muerte… La muerte transfiguró sus deliciosas y dulces caras en
amor descontrolado. El amor… El amor se transformó en ira, y la ira asedio sus
cuerpos convirtiendo en dolor lo que fue placer. La vida en sangre. El calor en
frío espacio deshabitado. Y allí, en el fin de la tragedia. Ahí, en el fin de
dos mundos permanecí yo, regresando lentamente a mi planeta y despertando entre
sabanas de algodón sudadas. Allí, ahí, en mi realidad desconsolada, encontré
por un instante el pantanoso sabor de la divinidad. Ahí, allí, en mi limitado
mundo encontré por un instante el placer de la soledad.
“En nuestro interior,
donde la verdad se esconde; en la oscuridad de mis pulmones. Lugar de tránsito
despreocupado. En el infierno helado, donde la mentira habita; en el sol de mi
corazón. Lugar de retiro olvidado. Ahí, en mi soledad, se puede apreciar la luz
de mi unicidad, la oscuridad de mis ancestro y el amor de una mujer a la que
nunca conoceré”.
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