Sinfonía.
Primer movimiento.
Me miré al espejo con delicadeza, no quería romperlo con la
brusquedad de mi mirada. El sonido de bajada era casi imperceptible. Las luces
iluminaban con contingencia. Mis sentidos se iban perdiendo al paso suave de
una melodía armoniosa y suculenta que atraía a los deseos más prehistóricos.
Me miraba, aun así no podría asegurar que llegase a comprenderme. Mis ojos captaban la
luz apagada de mi rostro. Mis pupilas enroscaban la verdad tenue de mi
existencia. Mi mente… mi cerebro acariciaba mis rosadas mejillas con su
imparcialidad. Mis sueños flotaban en aquel acristalado resplandor terrorífico.
Contemplaba ajeno una realidad distinta y sumamente caótica. No alcanzaba a
coser cada centímetro del oxígeno que me separaba de un gemelo sórdido y cruel.
Mis manos temblaban socorridas por alientos pausados y
medidos cual compás anticipado. Esperaba quieto, pues, ¿a dónde iba a ir yo? Me
mantenía expectante, envuelto en arcanas transformaciones intestinales, sudores
fríos y cánticos mudos. La correa que ahogaba mi delicado cuello me incitó a
cuestionarme la libertad condicionada. La verdad impuesta me originó codicia.
El segmento ocupacional liberó mis angustias y temores más árticos en un
arrítmico cante vivaz e inmortal.
Continué apreciándome sin respuesta directa de mi ilusión.
Calmado y eufórico. Trasplantándome el corazón sin anestesia a través de un
cristal ensangrentado. Sangre metafórica creada a partir de dioses sin
presencia. Deidades camufladas por papeles dudosos y eficaces. Concienciado
pude apreciar en mis ojos la conciencia de un destinado. Un muerto recordando
el tiempo que vivió para morir. Contando con presteza cada movimiento errado,
cada colisión sin evitar, cada sombra en su moral convexa. Todos quieren
salvarse, por eso me miran con premeditación y alevosía. Todos y cada uno de
esas inmorales copias quieren evadir su destino eficaz. Todos quieren vivir
eternamente en el cristal sucio del alma. Todos y cada uno de ellos quieren
sobrevivir a la horda de información de una mente imprevisible. Pocos segundos
y tan valiosos. Tanto tiempo y tan previsible. Es el tiempo, es la suerte,
aquella a la que todos llamamos vida; y es por tanto la muerte un ente ajeno a
la percepción, ajeno a la previsión y la exageración. Es por tanto la muerte la
arena inmortal. Es por tanto la muerte
el deseo fugaz del instante infinito.
Somos seres, somos tiempo. Somos la misma cara de un mismo
espacio. Tú estás ahí, tan lejano, tan apático, riéndote de mí, despreciando
cada movimiento sin ejecutar. Muestras tus ironías soberbias frente al rostro
de un creador azaroso. No soy más que tú reflejo, me limito a pensar, mientras
tú, encasillado, me observas con rencor sostenible. Oteas mis miedos desde la
lejanía y te encariñas con mis anhelos más abstractos. Tú que me vigilas cada
día a través de esos ojos tan despreciables. Tú que me envidias por existir. Tú
que existes en mí, déjame marchar. Olvídate de mí. Haz que cuando pasé frente a
ti pienso que soy un vampiro. Convierte ese rencor en un vacío mordaz. Sé
inteligente y dejemos de ser uno solo. Dejemos de ser y comencemos a olvidar.
Miremos dentro de nosotros y no a nosotros. Algún día desapareceré te lo
prometo. Algún día reuniré la fuerza suficiente para que nos olvidemos. Algún
día, incauto, pasaré próximo a ti y no te veré. Alguna noche regresaré
fatigado, y al mirar hacia a ti, veré sombras grisáceas con formas adversas, y
aun así, no me fijaré en ti.
No me odies, no soy más que alguien que se parece mucho a ti
y que busca algo mejor que él mismo. No me odies, algún día volveremos a
vernos.
Giré despacio la cabeza hacia las puertas. Se abrieron tan
despacio que tan solo pude murmurar… “Hasta
luego”.
Segundo movimiento.
Mi mente se despertó de golpe, pues los gritos eran
constantes. Todos sabemos que cuando vivimos no siempre estamos despiertos, a
veces somos sonámbulos y balbuceamos sin ser conscientes. Yo estaba ahí desde
hace rato, aunque en realidad estuve ahí en el momento en que vi sus lágrimas
secas. No lograba entender el porqué de su deprimente llanto. Le miraba
incrédula, envuelta en mis pensamientos macabros y enredados, mientras que mis
ojos, se reían crueles de sus muestras de debilidad. Ambos gritábamos sin
pensar. Él, ruin, apelaba al dialogo pausado, y yo, apoderada, esperaba un acto
de perdón por su parte. No podía creer que él continuase defendiéndose cuando
la verdad era objetiva y perceptible a ojos de cualquier relojero novato.
Ya ni recuerdo el comienzo de aquella discusión, tan solo
recuerdo que su comportamiento fue equívoco y su mentalidad infantil debería de
eliminarse pues va contra todo principio de estabilidad emocional. No entiende
que siempre luchó por él, siempre buscó nuestra unidad. Buscó ser fuertes y él, falla, siempre falla. Me siento a esperar que dé el paso para conquistarme una
vez más, pues estoy cansada de olvidar por qué me enamoré. Nunca me convence,
sus inseguridades, sus pasiones arcaicas, tan solo afloran su escasa madurez.
No ve que le amo con locura y que esa locura necesita una compensación
equitativa. Que cualquier cosa debe de ser prescindible, ya que yo debo ser la
prioridad. Soy la luz en su vida, soy su única verdad.
Sus formas al hablarme, sus enfados obsoletos, sus miradas
frías y sus insuficiencias estigmatizan mi delicada ánima; a la vez, desgasta
mi bella piel de porcelana, ya que su incapacidad de amoldarse a mis razonables
exigencias deteriora mi juventud irrecuperable.
Soy su musa, y por tanto debe dibujar mi reluciente
estructura. Debe recitarme, al hablar, poemas en vez de palabras cansadas. Debe
fotografiarme con su mirada en vez de vagar con sus ojos por el insulso mundo
irregular. ¿Acaso yo merezco menos que pan de oro en mis muñecas? No soy un
objeto, no soy un instrumento. Soy una joya ensangrentada. Mi piel es la
frontera de un país fuerte y suculento. Soy humilde y respetuosa, soy armoniosa
y bella. Merezco cada palabra olvidada de cada escritor inmortal. Merezco que
los hombres se endurezcan y canten a mi paso. Lo merezco todo y no puedo
permitir que vanos personajes confundan mi hermosura natural con vino barato.
Allí está, impasible; no comprende todo lo que guardo, no
entiende todo lo que estoy diciéndole sin hablar. ¿Acaso es estúpido? Su voz
desapareció entre mis gritos instructivos, murió envenenado por sus
convicciones retrógradas, mientras mi opinión nace respetuosa tras acariciar mi
labial.
No hay duda, es idiota. ¿No contempla mis expresiones? ¿No
atiende a lo que murmuro mientras grito? Hay personas en este mundo que no
atiende a razones, no actúa, solo se mantiene estático intentando conversar,
intentando llegar a un punto en común cuando en realidad no hay ningún punto en
común, es sencillo, debe actuar, debe ser suficiente para mí y se acabaría todo
esto.
-
¿No lo entiendes? Reacciona, nunca haces nada –
le miré expectante.
-
Pero, ¿qué más tengo que hacer…? Lo he dado todo
por ti… – sus ojos llorosos solo me mostraron más sus
intrínsecas debilidades.
-
No, no lo entiendes, nunca haces nada.
Tercer movimiento.
A veces leo sin leer, pensando en una realidad compleja y
opaca. Contemplo situaciones oníricas donde la política sucumbe a los designios
de una sociedad asfixiada por la mediocridad. Oteo el final de una corrupción
intrínseca en una mentalidad conservadora y oportunista. Contemplo los
segmentos afianzados de una sociedad irregular que procura solidificar
estructuras en colectivo, mientras que sus miradas reflejan el odio hacia las
diferencias. Supuro sensaciones positivas que muestran un mundo deteriorado por
la guerra intestinal del cinismo, un lugar boscoso donde para mirar al cielo
hay que talar árboles en vez de escalar, un lugar donde los ríos se secan a
pesar de los llantos desconsolados, un lugar donde la riqueza no te hace
gobernar sino que gobierna a la decadente humanidad. Soy consciente de que el
cambio se precede tras el rasgueo peculiar de una guitarra olvidada. Tengo muy
presente que los sueños se olvidan con facilidad aun aparecer antes de
despertarnos. Sé a ciencia subjetiva que el hombre posee una cualidad viral, un
propósito que se convierte rápido en despropósito. Creo firmemente en la
solemnidad y en las promesas. En la verdad frete a la mentira. En el arte
frente a lo objetivo. Creo, que lo radical, tan solo fraterniza con la cordura
generacional impuesta. No somos animales destinados. No somos fantasmas sin
alma ni cuerpo. Somos seres capacitados. Hombres ateos repletos de
conocimientos apartados. Somos reminiscencia.
Leo despacio, sin enterarme de absolutamente nada. Lo sé,
siempre lo he sabido, a mi mente le encanta deambular por las palabras sin
pretender que signifiquen. Saborean sus peculiaridades, atentan contra sus
principios. Mi mente es rupturista, odia lo preestablecido. Solo a mi mente le
está permitido odiar, ya que, por desgracia, mi cuerpo es incapaz. Soy así, soy
un ente inquieto, un demagogo con ideas sin forma. Soy un ciudadano sin
credencial. Un griego emigrante, un comunista el cual, jamás ha derramado ni
derramara sangre. Creo en la apatía, creo en la relatividad. No soy, debo dejar
de ser. Ojeo a lo lejos números, ojeo símbolos, ojeo herramientas de
adquisición, no soy un programa al que deban programar. No soy la consecuencia
de miles de personas muertas. Soy un individuo ajeno a la realidad. Soy un
individuo interiorizado. Busco la verdad. Busco la mentira. La busco, la busco
en mí. Todo lo que aspiro a encontrar habita en mi interior. En la oscuridad
donde la esclavitud es una palabra ciega.
En el vacío donde los límites estorban. En el reducto donde
el goteo no produce ruido. En el silencio donde la música cobra vida. Allí
señores, está mi felicidad. No está en vuestras palabras, no está en vuestro
credo, no habita, encadenada, a vuestra hipocresía. No, señores, no soy hijo
vuestro, no soy un proceso evolutivo con función. Soy consciente y soy yo. No
pretendo solidarizarme para crear otra vida el día de mañana que pague mi
pensión, no pretendo responder a mis preguntas mirando a las estrellas. No, he
interiorizado durante muchísimo tiempo vuestras mentiras, vuestras medias
verdades. No quiero perdurar, no quiero transcender en otro ser que ni me
recuerde ni se identifique conmigo. Anhelo transcender en mí mismo. Anhelo
vincular mis logros a mi decadencia y mediocridad. Busco nadar en la sangre de
la realidad divinizada. Busco encontrarme a mí mismo en mí mismo, señores, no
busco nada más.
Cuarto movimiento.
No dudé en apagar las luces y cerrar las persianas. Me
acerqué despacio, sonorizando cada paso con cautela. Ella estaba de espaldas.
Ella estaba de pie. Yo, precavido, besé su hombro con extremada delicadeza. Fue
un beso largo y pausado. Su cabeza se inclinó hacia atrás mientras su cuerpo
fue hacia delante, y sus ojos, castaños, se cerraron sin suspirar. Sus gritos
apagados comenzaron a suscitarme una cariñosa alegría, pues sonreí. Mis toscas
manos bordearon sus curvas cerradas e intimaron con sus extremidades suaves y
cálidas. Mis dedos buscaron en seguida el tierno y gélido tacto de su apenas
perceptible barriga. Ella, confiaba en mí, no necesitaba mirar, ni darse la
vuelta. Se dejaba llevar, retorciéndose a mí lado, buscando el tacto y la
locura de la presencia humana. No necesitábamos ver, mi intención era tocarla
lento, convertir su aliento en parte de mí. Por primera vez en mucho tiempo,
ambos éramos sinceros el uno con el otro. Mis manos, conectadas, siguieron su
camino hasta unas piernas que desataban mis sueños más oscuros e idealizados.
Mi mente dejó de funcionar, muchos lo entenderían; por tanto, mi mente, comenzó
a funcionar. Recorrí su cuello con mi boca, deteniéndome en cada pliegue de su
piel, en cada lunar, en cada imperfección, para saborear así su plenitud. Lo
hice despacio, sin prisa, y aun así, me quedé rápido sin un mar que surcar, sin
un camino que inventar. Mis dedos recorrieron su espalda, empujando su camiseta
hacia arriba. Ella no tardó en entenderlo y me ayudó a quitársela. Fui rápido esta
vez, la mordí en sus caderas, compasivo; soñé que caminaba sin abrigo por el
norte. No dejé de morderla hasta llegar al sujetador, me esperaba prisionero.
Eliminé las cadenas sin presión y continué lo que había empezado.
La giré, necesitaba tenerla frente a mí. Nos miramos sin ver
nada. Nos miramos y nos vimos de verdad. Sin barreras, sin fronteras. Todo estaba
ahí. Mis dudas, mis carencias, mis inseguridades. Se lo entregué todo sin
compasión. Sus ojos abrigaban mi conocimiento. Me quitó la camiseta y me besó.
Un beso tierno y húmedo con el que dejé de existir. Un beso imperfecto, un beso
imposible. Ella retrocedió tan lento que nuestro aliento continuó encarcelado
entre nosotros. Nos leímos, se sentó frente a mí en la cama.
Ataqué con ambición
sus caderas, la di un delicado beso y agarré con mis manos sus vaqueros, surcando
montañas hasta extraerlo, dejando libre aquello que siempre me hipnotizó, sus níveas
piernas. No vi más allá, podía otear en ellas cualquier defecto y cualquier
virtud, eran la perdición de cualquier hombre cuerdo. Las besé, no fui justo,
no tuve tregua. Bajé sumamente despacio hasta sus pies, donde, con respeto, le
quité sus calcetines rosados.
Ella me miró y me pidió que subiera, yo no lo hubiese
desobedecido jamás. Me besó y se tumbó encima de mí. Fue demasiado agresiva. Me
desnudo rápido. Me traicionó, rompió el ritmo; no tardé en perdonarla. Su
aliento hacía eco en mi habitación. Volví hacia ella, requería de ternura
artística. La tumbé. Sus bragas se deslizaron solas. Su mente, comenzó a volar
y mis labios acariciaron aquello que la dio alas. Tan pronto como absorbió el
aire volví a ella, la miré, la consolé, la acaricié, la murmuré en silencio la
verdad. Ella me miró y entendió todo, cerró los ojos y soñó.
Yo, comencé a escribir.
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