Las nubes no siempre lloran cuando sucede una tragedia.

Llueve, o más bien debería de llover.
Miré el epitafio y sonreí, no sé por qué la verdad, pero sonreí, disimulé una ligera sonrisa en mi rostro. No fue porque me alegrase de aquello, ni porque su vida no me importase, quizá fue porque la echaba de menos, porque recordaba cada momento a su lado y cada situación caprichosa. No soy una persona extremadamente fuerte, pero cuando sucede algo así me endurezco, me retraigo en mi cimentada realidad y me dejo llevar por la fría roca de mis sentimientos.
-      ¿La echas de menos? – un diminuto hilo de voz surcó por los mares helados hasta llegar a mi oído, no supe explicar lo que sentí, pero cuando su mano tocó mi hombro con su guante blanco experimenté como mi alma fluía hacia el exterior, recorría el mundo en cuestión de segundos y regresaba a mi cuerpo, renovada y limpia.

-      A veces, hace tiempo que se fue – a pesar de lo que sentí, no tuve valor para mirarle, me quedé inmóvil frente a la lápida, esperando encontrar ahí un leve reflejo de su rostro, algo que me dijese… no, es imposible, no es ella –. La miraba y siempre me decía: “¿De verdad me quieres?, no es posible, yo soy tan… y tú, tú caminas sin caerte, y yo, a cada paso que doy el suelo se derrumba, todo cae a mi paso, por eso, no lo entiendo, pero te necesito, porque tú, sí, tú, amor mío, eres capaz de reconstruirlo”. Sé que a ojos de alguien como tú esto no tiene sentido, pero me lo decía, y yo aún lo recuerdo, recuerdo su cuerpo desnudo postrado ante mí, esperando que lo besara y surcara con mis dedos – suspiró –. Sí, insúltame si quieres, pero echo de menos su piel, y aunque siempre hacia de frontera, me encantaba romperla poco a poco con sutil delicadeza y encontrarme algo más allá de sus ojos cuando la miraba enamorado. No soy especial y lo sabes, ella era un caos, un hermoso caos, ella era lo único que tenía. ¿Sabes?, mi madre en su día me lo dijo, nadie se muere por amor, ¿qué irónico no?

-      Un poco sí, la verdad – él se rio y yo sonreí, esta vez giré un poco la cabeza para mirarle, pero permanecí estático a medio camino y regresé con mi mirada al lugar que correspondía.

-      ¿Sabes? Lo que más echo de menos de ella son sus besos, sobre todo el primero, fue un momento único, jamás me había sucedido nada parecido, paseábamos por la calle, tímidos, rozando nuestras manos sin querer, ruborizándonos ante la lívida y furtiva mirada del otro. Ella me agarró de la mano, me atrajo hacia ella con ternura, con una pasión controlada, colocó su mano en mi mejilla y me besó. Fue un beso increíble, no sabría ni explicártelo, fue húmedo, fue cálido, fue una frase que sentenció nuestra relación, un minuto atemporal que cambió mi vida, no podía ocultarlo, asique al terminar, se lo dije, se lo dije con mi alma; “no viviré sin ti, no viviré sin ese cuerpo, sin esa piel, sin esa cárcel que encierra a un pájaro risueño y alocado, sin ese cristal que guarda un perfume que hipnotizó mis sentidos” – mi voz resonaba entre la calzada y el césped mojado que ocultaba la muerte, mis ojos se cerraron, mi mente voló y se dejó llevar, yo… permanecí en aquel mundo, al menos por ahora.

-      Me recuerdas a un crío que vino a verme hace ya muchos años, también perdió a su amada, o al menos eso creía… – él siempre reía, todos sabemos por qué, asique no tengo necesidad de explicarlo, pero no me importaba, incluso me hacía gracia, al fin y al cabo… le llamé yo.

-      Creo que ya estoy preparado, ¿qué mejor para calmar los nervios que una buena conversación? – esta vez reí de verdad, elevé mi sonrisa y disfruté de esa clamosa felicidad.

-      Ah, que estabas nervioso… Bueno, ¿ya estás listo entonces? – preguntó él indiferente, la verdad es que había tenido mucho tiempo para preparar tanta apatía.

-      Sí, ¿qué tengo que hacer? – mi corazón vibraba, mientras, por otro lado, mi alma volaba en busca del placer de sus labios.

-      Escribe tu nombre en la lápida y todo habrá terminado.

-      ¿Podré verla? – pregunté con el entusiasmo de un crío.

-      Sí, podrás volver a verla – su voz fue gélida.


Escribí mi nombre en aquella lápida con la poca sangre que le quedaba a mis arrugadas venas, me incorporé y giré la cabeza; esta vez sí que le pude admirar, contemplar su figura inhumana, su cuerpo transgénico. Él me miró sin parpadear, todos sabemos por qué, se quitó el guante y se acercó despacio hacia mí… 

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