Ambos en llamas.

Ambos en llamas. Ambos en lágrimas, lloraban. Quién lo diría, él llorando, ella en el suelo. Ambos en llamas. Ambos en llantos, miraban. Quién lo diría, él enamorado, ella en paz. Ambos en llamas. Ambos ocultos en la sombra de aquel árbol, congelaban. El frío calentaba la fina hierba del anochecer y la piedra lamentaba ser tan dura. Quién lo diría, ella voló, él cayó, no pudo hacer nada. Ambos en llamas. Ambos rotos. Ambos corazones enterrados en la severa lluvia desconsolada. El cielo suplicaba. Las nubes escuchaban. El aire respiraba mientras el suelo se ahogaba. Alguien lo salvó, solo a él, la congeló. Ambos vivían muertos, uno lograba sostener gracias a la fina capa del frío hielo y, el sostenido, se despedía de su cálido amor entre llamas. Ambos en llamas se miraban. Ambos en aguas se rozaban. Ella lo intentó, él la perdió. No lo pudo evitar, el polvo asola la carne y la carne no es capaz de detenerlo. Escusas, escusados, alguien lo sabía, alguien los miraba. Una oscura sombra no era capaz de perdonar. Ambos en llamas, uno en hielo. El odio creció, maduró y se esfumó, abriendo la puerta de la desconsolada ira y en segundos, la cárcel de la desesperación secuestrada por la impotencia. Sus lágrimas no salían, su corazón no ardía, no era capaz. Tan solo contemplaba petrificado la operación. Calculaba. Su tiempo no era el de cualquiera, sus sentimientos no eran los de cualquiera. Entonces ocurrió. El cuerpo de una mujer, sin más, se desplomó. El trabajo apareció.

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