Cuentos de sangre #4.

Caminé por el pasillo cansado y desconsolado, esperando que la vida se moviese como se movía aquel pasillo estrecho, largo y solitario. No soy una persona normal, tampoco soy una persona onírica, ni nada absurdo o irreal, soy algo así como una pintura vanguardista…
Pero quieres callarte ya cabrón, eres un puto pesado. Entra ya y cierra la puta boca.
Abrí la puerta del baño y me quedé parado observando aquella sinfonía corroída por la peste humana. Muchos urinarios y solo dos usados, uno por un caballero de pelo negro y pantalones vaqueros, y el otro por un don nadie con pintas de jincho maltrecho, un canino con dotes musicales.
OOOHHHH sí, carne fresca, ¿a ti te gusta la carne no?
No, bueno, sí, les miré, no voy a mentir, me parecieron sabrosos, algo así como mitad cerdo mitad pollo, aunque la verdad es que el de la derecha era más bien un cerdo. Por un momento me resultó asqueroso; vomité, sí, solté toda la pota, ya sabes, bajé la cabeza, me incliné y a soltar flujo digerido, pues ya saben, todo lo que entra sale.
Ellos me miraron con cara de flipar, yo les miré con cara de acabar de soltarlo todo, una forma rara entre lo sexual y lo irónico.
Es el momento piltrafilla, no te asustes, ellos lo han buscado.
Me metí la mano en la polla y saqué una pistola del calibre 32, no una polla del 32, una pistola. La desenfundé rápido pero apático, como si aquello me la sudara bastante. No lo dudé ni un segundo, apenas les dio tiempo a poner esa cara de subnormales, lo típico, sabes que vas a morir y pones un careto de pánico en plan… me estoy cagando encima; les volé los sesos, primero uno… luego otro… lo normal.
Joder sí.
Sus cuerpos sangraron y pude contemplar aquellos desperfectos humanos rodar entre un caldo rojo por el suelo sucio y meado del cuartucho de baño.
Escuché un grito, provenía de uno de los cagaderos más cercanos. Abrí la puerta y allí le encontré, decorando con sus lágrimas su propia mierda.
-          ¿Qué haces aquí? – pregunté insípido y con cara de memo.
¿Tú qué crees gilipollas?
-          Nada… Nada… No me mates por favor – respondió abierto de piernas y llorando.
-          Lo siento, ojalá lo pudieses entender.
-          No me mates por favor, te lo ruego.
Que pesado coño.
-          Adiós.
Le pegué un tiro entre las cejas y pude ver como la sangre me manchó la cara, estaba fría, demasiado fría. Salí del habitáculo y me dirigí a la salida del putrefacto servicio que marcó mi vida, nunca mejor dicho.
Espera, mira hacia atrás.
Giré la cabeza despacio, sin miedo, más bien con interés, con morbo. Mis ojos enloquecieron, mi piel sudó, mis pelos se erizaron y tocaron la fina capa de ropa que me quitaba el pudor y la barbarie. Allí no había nadie, no había pintura roja dibujando arte en el suelo, no había hombres acariciando las leyes de la gravedad, no, solo estaba yo y un olor a pis que me repugnaba. Apreté fuerte los dedos y comencé a sentir el dolor que me impedía apretar más mi mano contra la pistola. La sostuve durante un rato. La elevé otro poco. La pistola me miraba, me nombraba en sus cánticos funerarios, ella acariciaba mi cráneo sin miedo a las represalias.
Por mí no te cortes.
Disparé. 

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Trabajos absurdos, poemas de mierda.