Cuentos de sangre #3.

El dulce sabor de la comedia me intoxicaba lentamente, a la vez que el tiempo transcurría de una forma pausada y sutil. Así era mi estancia en aquel hospital antiguo, solemne, pues mi ansia por devorar aparecía y desaparecía al mismo tiempo que aquella enfermera entraba y salía con su suave contoneo de cintura. No podía dejar de mirarla, era como una droga hipnótica que perseveraba en mi interior con la finalidad de asesinarme con su indiferencia. Sí, yo no podía siquiera moverme y eso tan solo acrecentaba mi ilusión por coger a aquella mujer y seducirla con mi imposición, me importaba bien poco si ella quería follar o hablar, yo necesitaba empotrarla contra la pared y que gritase de placer, aunque si realmente lo pienso, no era necesario que gritase por placer.
Volvía a entrar y me miraba, oteaba mi lasciva conducta con la impasible repugnancia de quien lleva dos días sin pegar ojo, trabajando sin descanso con gente que, en su mayoría, merecían estar muertos. Ella no se planteaba otra alternativa, la habían tratado tan mal, la habían insultado en tantísimas ocasiones por hacer su trabajo, que el desprecio que sentía hacia la vida humana solo se veía menguado por su vocación indiscutible, la cual, con cada día que pasaba, se iba volviendo más y más dudosa.
Ponle la vía, ponle la medicación, escucha sus ronquidos y su voz gastada, atiende a uno, corre hacia el otro, informa de la muerte de uno, alimenta a otro… Era algo horrible y, mientras tanto, su paciente más impaciente la elogiaba con la lengua manchada de babas de hombre necesitado.
La miré con esa libido propia de una persona que deambulaba por sueños de un erotismo casi artificial, con temas propios de un psicópata mal orientado, o simplemente, con imágenes de un pervertido que no consigue desligarse de su propia condena. 
Allí estaba, desnudándola con la mirada y sentenciando su propia muerte entre mis brazos, abriendo sus piernas con el desprecio y el deseo de quien no puedo pensar más allá de un fondo húmedo. Ella se acercó, yo no pude evitar suspirar despacio, con ese toque perverso que conduce a una persona a cometer actos irreversibles. Acarició mi mano con sus dedos y eligió el sitio perfecto para perforar mi vena; solo de pensar que algo se iba a perforar…; continué ahí, inquieto, y cuando se dispuso a pinchar la agarré de la mano y la coloqué en mi contento miembro tembloroso. Ella sonrió, o me pareció que sonreía, me miraba de tal forma que acrecentaba, sin necesidad de tocarme, mi pasión acelerada. Me levanté de golpe, sin cuestionarme cómo había sido capaz de tal hazaña, y la coloqué contra la pared, la agarré de las manos y la mordí bastante fuerte en el cuello, no podía pensar, la bajé los pantalones, aparté el filamento de sus bragas y le metí mi enorme polla por su coño ensangrentado. No me importaba nada, solo verla gritar y gritar, y entonces… cerré los ojos, los cerré de golpe y disfrute de la situación perversa que estaba aconteciendo.
El sentimiento fue cambiando pues comencé a notar algo extraño, aquello se iba secando cada vez más, cada vez costaba más meterla en aquel agujero pequeño y sinuoso; asique sin pensarlo mucho abrí los ojos y vi como mi polla estaba atrapada entre las piernas de una cabra sucia y zarrapastrosa. Sí, me asusté, pero algo me impedía sacar, ahora, mi diminuto pene de aquella monstruosidad. Lo peor fue que no se quedó ahí, me esforcé muchísimo por sacar mi miembro de aquel lugar y cuanto más esfuerzo hacía más me irritaba y me entraba en mi cuerpo una sensación de asco y repugnancia. No lo podía evitar, era algo sucio, y mi mente no contemplaba esa imagen, con lo que me exigía que huyese de aquel lugar. Asique, sin pensarlo dos veces, me agarré el sexo y me lo arranqué, sin pensarlo, me lo arranqué y salté por la ventana que daba luz a un cuarto inmundo. 

La sangre sentenció mi caída. 

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