Ansiedad.
Un gato murió en el instante en el que su sangre comenzó a
desprenderse ansiosa de su cuerpo y recubrir el suelo con ese repugnante flujo
maloliente. La habitación transpiraba un sedentarismo propio de personas poco
influyentes, las cuales son esclavas del miedo; allí estaba yo, en una
habitación cargada y vacía, salvo por la excepción de un gato pudoroso, el cual
no habría los ojos por no ver su repugnante realidad. Mi cuerpo no me respondía
y mis manos comenzaron a temblar. Aquello era una experiencia farragosa que
contaminaba con sus gases invisibles mis insignificantes pulmones, mi nostalgia
oprimida. Apenas podía hacer frente ya al devastador temblor de mi pierna, se
movía completamente sola, hasta que, por inercia, como es obvio, me caí al
suelo. El golpe fue sonoro, y el eco de la habitación me lo restregó por mi
cara sudorosa. Cerré los ojos, intenté calmarme, pero no había manera, todo se
me echaba encima de manera brutal, como si yo fuese un imán y mi entorno
estuviese hecho por completo de metal. Comencé a sentir un frío leve en mis
tobillos y por un momento me tranquilicé, un momento glorioso y excitante;
entonces, abrí los ojos, de golpe, esperando una realidad deformada y
atrayente, y, ¿qué me encontré? El frío era producido por la presión de un agua
que iba aumentando rellenando cada hueco de la malvada habitación. Mi corazón
gritó con fuerza, toda la fuerza que puede tener un corazón contraído, es
decir, suspiré un sonido apagado a través de mi boca que para lo poco que
sirvió fue para sentenciar mi muerte hipotética. No me digné ni a pedir ayuda,
todo me resultaba estremecedor y patético. El agua subía tan rápido que me dejé
llevar por el temor, y presencié como mi cuerpo, dueño de sí mismo, se burlaba
de mí con sus bailes esquizofrénicos. Lo último que vi antes de regresar a mí
fue un gato flotando mirándome con desprecio irracional. Todo había acabado,
estaba en mi coche estacionado, expectante de una angustia irremediable. Todo
se calmó, todo llegó a su fin, eso sí, el gato, murió.
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