Un día cualquiera.
Hoy ha sido un día extraño, raro, de esos días que
preferirías olvidar, y luego, en su nocturnidad, recuerdas y prefieres guardar,
por si acaso; un día apagado, lluvioso, serio, cargante incluso, diría yo. No
ha sido un buen día. Hoy, sí, bueno, hoy, ayer, qué más da; hoy, era un día
importante para un conocido, alguien que de vez en cuando oigo nombrar; sí, a
lo lejos, entre personas normales, de vez en cuando, a lo lejos, suena su
nombre y me recuerda su aspecto; es una persona sin más, una persona
insignificante en mi humilde opinión, una de esas personas que no sabe cuándo
sonreír. Hoy era su día. No se montó un alboroto en la ciudad, no sonaron
campanas tras su despertar, no se iluminaron las calles cuando salió a tomar el
sol; sí, cuándo salió a tomar ese sol arropado por esas nubes de gas tan feas;
nadie le hizo ninguna mención de honor, ni de arropo, pues es un hombre normal,
como otro cualquiera. Es un hombre, con piernas y brazos, con ojos y boca,
incluso, tiene nariz. Es un hombre que camina, que habla, que respira, incluso,
duerme por las noches. Es un hombre, un hombre normal, y es su día. Es un día,
entre muchos días, que trascendía para un hombre, no muchos, tampoco importaba
si eran pocos o muchos, pero solo era el día de un hombre entre muchos otros
hombres. Es muy posible que pasara desapercibido para algunos, que no fuera ni
importante ni vacío, simplemente ni existiese, no estuviese presente ese
sentimiento, y es legítimo, pues el hecho es que solo era un día importante
para él. No fue un gran día, yo se lo vi en los ojos, no por sus lágrimas, no
por su tristeza, no por su inherente seriedad genética, no, fue, quizá, porque le
conocía, de lejos, pero le conocía. Sus ojos mostraban la decepción y la
nostalgia de un día que muere, que desaparece ante él con un brillo que no se
apaga. Nunca volverá el instante y él lo sabe, pero no le importa. ¿Por qué?
¿Por qué no le importa? Ha sido un mal día, yo lo sé, sé que para él todo el
día ha sido un desastre, a pesar de sus sonrisas, de sus delirios de escritor
prosaico; para él, nada ha tenido ningún valor, porque todo aquello se esfuma
y no volverá jamás. Nunca, nunca volverá, pero a él, no le importa. ¿Por qué?
¿Por qué no le importa? Pues es una respuesta fácil de responder, aunque rara,
como el día. Entre la simpleza de su vida, de sus escritos, de sus sueños;
algo, algo muy valioso ha caído en sus manos. Alguien muy especial para él,
demasiado especial, le ha regalado algo, le ha obsequiado con un objeto de
incalculable valor. No es de oro ni brilla, no es caro y, es muy posible que se
pueda encontrar en cualquier librería si uno decide buscar sin miedo. Sí, lo habéis
adivinado, es un libro, pero no un libro cualquiera, no, es un libro especial;
ya no es que el libro sea uno, o mejor dicho, su favorito, eso… bueno,
cualquiera puede regalar algo así, no, el libro era una pertenencia, una
pertenencia de alguien muy especial, era una pertenencia de quien se lo
obsequia, de quien se lo presta; ese libro es una ofrenda, un regalo envuelto en
pedazos de un alma quizá más pura que la suya, es un objeto con vida, con
palabras vivas capaces de avivar y de volver a conseguir que renazcan de ellas
historias ya pasadas. Es un libro cálido, un libro de esos que los miras, los
miras y no puedes ni empezar a leerlos, un libro hipnótico, arcano. Lo miras,
sí, lo miras; lo miras con deseo, con ternura, pues es bello. Es un libro cuya
carcasa protege con serenidad y belleza un contenido aún más bello y veraz. Es
un libro, es un libro y nada más, pero es dicho libro y no otro libro el que me
hace escribir lo que ahora escribo y no el resto de libros que miré, toqué, a
veces incluso leí, y postré en una estantería para que el polvo los consumiera,
esa es la verdad, sí, esa es la triste verdad.
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