Cuentos de sangre #2.
Las camelias comenzaron a aflorar en el aire de una
habitación sucia y ordenada, en una casa inmensa repleta de madera crujiente e
inútiles armarios decorativos. Era un lugar espacioso y tenebroso donde las
criaturas de la noche deambulaban buscando a una presa cuyo único miedo era la
muerte, una muerte social y sentenciosa. Nadie escuchaba, nadie atendía, el
único ruido que se escuchaba era el resoplido latente del viento invernal,
acompañado de pequeños golpecitos de ramas al chocar con el cristal. Sí, lo
podéis adivinar, allí, en la negrura de la noche una persona se levantó de la
cama, una persona en pijama, de dinero, no un cualquiera, no una persona
indigna, alguien valioso, con poder. Sufría de insomnio en sus ratos libres y
se divertía paseando por los albores de la mansión con los ojos entreabiertos y
soñando con nubes de azúcar con sabor a salado. De vez en cuando, transitaba
por los salones acariciando el polvo de las estanterías, saboreando en sus
dedos la asquerosidad y dulzura propia de los sueños. Muchas de las veces,
frenaba frente a los espejos enormes que daban vida a aquella casa polvorienta,
reafirmándose en sí mismo, admirando su belleza juvenil y patriótica. Era un
ser de burbuja, bañado siempre entre jabón y perfume, de telas indias y piel
tersa. Un hombre infantil que deambulaba en sueños por un mundo adulto y cruel;
pero él no le tenía miedo, se sentía importante. Su único temor residía en la
aprobación de algunas personas, de conseguir sus objetivos sin mucha dificultad
y de no verse nunca, y digo nunca, entre gente inferior. Bajó y subió las
escaleras unas diez veces antes de aventurarse a bajar al sótano. ¿Por qué
nunca lo había hecho? Su subconsciente no le permitía descender más de lo que
una persona de su estatus descendería, pero esa vez descendió, no me preguntes
por qué, tan solo descendió por aquella escalera harapienta y caucásica. Bajo a
un sótano oscuro donde reinaba el polvo y la decadencia. Donde él mismo se
sintió inferior y decadente, pero por una vez en su vida no le importó, lo vio
algo necesario, se sintió valeroso y atrevido, como si hubiese incurrido en una
aventura sin límites donde por unos días experimentaba la realidad social de la
mayoría de los mortales. Se sintió bondadoso, salvador. Un auténtico héroe
capaz de sobrevivir a los bajos mundos y regresar a su hogar fortalecido,
reconstituido.
Allí se encontró envuelto en una neblina onírica que le
impedía moverse, no podía caminar. Se sintió sucio e impotente, se sintió
ultrajado. Lo intentó de todas las maneras pero era incapaz de deslizarse por
la madera y salir de aquel lugar mugriento. La neblina seguía impidiéndole la
visión hasta que pudo observar levemente como sus manos estaban aprisionadas
por unas cadenas blancas irrompibles.
Su mente no lo asimiló, su mente fue incapaz de comprender
aquello, nunca antes se había sentido así, quizá porque la llave de todas las
cadenas de su vida las tenía en la cartera.
Su mundo se desplomó, mil lágrimas rociaron su cara pero no
bastó para ocultar los rostros de las personas que le rodeaban. Un grupo de
sectarios disfrazados de brujas oscuras le rodeaban, observándole con mirada
inquisitiva. Más bien le juzgaban con todo el peso de la ley de la vida, de la
verdad. Allí, en la negrura de la noche, en el círculo de la discordia donde el
residía encadenado; en el sótano de una casa gigantesca y hermosa, él, se veía
envuelto en una inminente muerte justa y social. Todos sus temores se
magnificaron, todos sus miedos se hicieron realidad cuando aquellos hombres y
mujeres desaparecieron y todo se volvió negro, infinitamente negro. Entonces,
en la frescura de la noche, unos enormes ojos rojos se reflejaron en las
retinas llorosas de nuestro noble muchacho. Una araña de proporciones
escandalosas se aproximó y lo descuartizó sin miramientos desapareciendo junto
al cuerpo, dejando tan solo una sangre luminosa que rellenó los espacios vacíos
hasta formar un círculo triunfal que rodeó la lápida de un hombre cobarde e
indigno.
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