Pensando en escribir.
Caminaba por la acera mugrienta y sedienta pensando en
escribir cuando una idea posó sobre mi cabeza como cuervo hambriento. Era una
de esas ideas inmaterializables, compuesta de células invisibles, que con su
carisma, impregna tu cerebro y aviva a las neuronas. Una idea de libertad, de
fortaleza. Una idea repleta de ilusión.
Por un instante comprendí que un mundo
nuevo era posible, que las flores podían renacer de las cenizas humanas y
florecer en una realidad sin límites. Soñé que los dioses se escondían en sus
casas por miedo a ser decapitados a la francesa, que las luces de las posadas
se encendían de nuevo de noche y las drogas nos hacían ver el verdadero ser de las
personas. El honor, retraído, regresaba de un largo viaje y nos mostraba con
sabiduría un nuevo camino a seguir, una nueva forma de entender las relaciones
humanas. El amor, atrofiado y dañado, era recogido por la mano ensangrentada
del odio y puesto en pie con el fin de reconciliarse con la pasión, la cual,
con razón, se había extraviado al liberarse de las cadenas que la apretaban sus
lívidas muñecas. La traición se trasvertía y moría, el egoísmo era enterrado en
tumbas faraónicas entre brillantes y soledad, el rencor fue aplastado por la
empatía en un polémico debate sobre la razón, y la violencia se encariño, de
forma casi psicópata, con el arte. Así, en esa idea irrealizable apareció la
verdad; en mi cabeza sucia y harapienta una fotografía hizo acto de presencia y
sentenció. Personas y más personas se mostraron antes mis ojos y me hicieron
ver una verdad cómica e insoportable; solo hay algo irrefutable, y es que los
límites y la barbarie son oscuras materias intrínsecas en el ser humano, como lo es su necesidad
de superar sus propias definiciones.
Dejemos de ser para
recordar, olvidemos para ser.
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