Carta de amor.

Cada vez que me miro al espejo pienso lo mismo, ojalá no te hubiese conocido. Mi cuerpo no temblaría, mi alma no intentaría escapar, mi corazón no respiraría sangre y quizá, a lo mejor, todo funcionaría con otro motor. Mi vida habría acabado ya, mi mundo se habría desplomado, mis esperanzas serían las primeras en perder y mis sueños gritarían asustados en la inmensa oscuridad. Por desgracia no fue así, tus emociones invernales aparecieron en mi camino escribiendo en mis ojos la palabra “serendipia”, y yo, deteriorado por tu compleja e irreversible personalidad fui atraído a la órbita de la superficialidad. Todo había acabado, ya no regresaría, tu instinto caótico coloreaba mi piel, y mis pensamientos realizaban impecables descripciones mientras permanecía en el exterior con la quietud intrínseca de un incrédulo.
No somos más que motas de polvo me decías, canciones olvidadas en el réquiem de algún cantautor solitario. Y qué más da respondía siempre yo, el arte es el único inmortal. Pero esa noche no fue así, no había ni luna, ni velas, ni estrellas, tan solo tu maleducada sonrisa y mis impertinentes preguntas, las cuales, desprovistas de curiosidad rompían con la helada barrera que cubría tu interior. No discutíamos sobre nuestros reflejos, no cumplíamos ninguna convención social, ni siquiera intentábamos aplastarlas aparentando que la pedantería nos vinculaba a la cultura. Habitábamos solos en una taciturna noche, defendiendo nuestra soledad, enfrentando nuestras carencias y nuestras múltiples imperfecciones en busca de un paraíso laico donde fuéramos nuestros propios dueños. Declinamos nuestras vidas para desarrollar nuestra inalienable virtud y constatar que si algún día desobedecíamos era para absorber la hipocresía de nuestros sentimientos, sentados en la hipotética superficie acristalada de nuestra conciencia donde disimulábamos igualdad, hasta que decidiste desgarrar mi ilusión con tu punzante verdad: “Memento Mori”.
Sé que sonríes,  es inevitable, sabes que ahora es cuando viene la pregunta, nuestra alegórica retórica: “¿Por qué te escribo esta carta?”. Ríete pero es necesario. Es necesario demostrarte que ya no hay magia que me retenga, yo no hay ignorancia, ya no me controlas... Soy yo, ¡YO!, el que decide voluntariamente estar a tu lado, ya no soy Odiseo ni tú Calipso, soy el poeta y tú la ninfa. Soy el amante ignorado que ama con locura a la frívola y egoísta musa que deambula agonizando en la literatura. Por eso solo yo aguanto nuestra relación, por eso solo yo soy capaz de amarte, porque ambos sabemos que no necesito un te quiero, ni un abrazo, ni un melancólico para siempre, solo pido una cosa, una promesa. La inquebrantable promesa de que nos despediremos de este insípido mundo y que, juntos, crearemos uno completamente nuevo.

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