Cuentos de sangre #1.
La noche era tranquila y calurosa, y, gracias a la lluvia,
se había quedado impregnada de un olor a camelia ensangrentada. Mi mente estaba
agitada y desorientada, mientras que mi cuerpo se encontraba postrado en una
dura cama de una habitación común y repetitiva. La oscuridad apenas me hubiese
dejado describiros al detalle aquella prisión de cemento. Mis sueños iban y
venían, mientras que mis deseos y aspiraciones se iban olvidando en un pequeño
rincón polvoriento. Allí estaba yo, entre la maleza, entre el deterioro
familiar. Allí estaba yo, en una habitación desordenada, sucia y desordenada;
soñando, estaba soñando con alguna magia que me liberara, que me permitiese
escapar de aquel lugar doloroso y abrumador. Somos escoria pensaba, somos
deficiencias de un sistema irregular, somos seres que vagamos entre mundos,
fantasmas perversos que atemorizan a la verdadera especie dueña de este planeta
sobrecogedor. Allí estaba yo, en una habitación coloreada de algún color
grisáceo, esperando a que algo sucediese, y, mientras tanto, mi corazón iba
presionando a mis párpados para que dejasen de respirar, para que se
aletargaran durante años y poder descansar de verdad. Tampoco pedía mucho mi
cuerpo, un ratito de silencio, de insonoridad. Mi cuerpo se fue relajando, fue rindiéndose
a los brazos de algún dios aburrido y con barba. Me dormí, pero me dormí feliz,
me dormí dueño de mí mismo, de mis debilidades y suspiros. Me dormí creyendo
que todo iría bien y escaparía de aquella realidad nefasta y corrosiva. Sí, me
dormí esperanzado. No tardé en despertarme en un sueño inesperado. Todo estaba
rodeado de una neblina espesa y apabullante, todo era gris y frío,
tremendamente frío. Allí, en la estepa de mi habitación, en la paupérrima
visión del invernal habitáculo, me levanté, más bien recosté, para apreciar la
belleza de dicha extravagancia. Algo me petrificó, no sabría decir por qué,
pero algo me petrificó, algo me miraba desde la puerta con toda la fuerza
acusadora. Algo sentenciaba mis carencias e inseguridades. Un hombre fornido y
encapuchado me observaba temblar desde su escondrijo, sin traspasar la fina
línea imaginaria que crea una puerta abierta. Allí, en el resplandor de la
negrura me observaba, con esos ojos negros como el azabache, con esos ojos sin
color que afirmaban cada uno de mis defectos, cada momento errático. Allí, en
la puerta, me miró, me miró con contundencia y esencia sobrecogedora. Toda la
habitación se irradió de un frío abrumante y seco, un frío níveo que rasgaba
las estrecheces de mis huesos putrefactos. Me quedé inmóvil, impávido ante la
presencia de aquel fantasma sectario. Me miró, me miró y se esfumó con la
niebla y mi sueño. Desperté sobrecogido entre sudores de algodón. Desperté en
mi cama, y todo era como fue en un pasado, monótono y aburrido, algo en mí
quería volver a sentir ese terror, ese miedo infernal que poseía mi alma y la
quemaba. Algo quería regresar, pero ya era imposible, había despertado. Había
regresado a la realidad mortífera y densa. Lloré, pero lloré de rabia; y
entonces, entre el miedo y el odio noté que algo me apretaba la pierna y
mordisqueaba, el dolor era cada vez más y más brusco. Ojalá nadie sienta ese
dolor, pues corroía con sus intensidad, tanto que no pude seguir llorando,
sucumbí a la curiosidad y a la impotencia. Levanté la sabana sin pensarlo,
llevado por la ira y la ambigüedad. Allí, en la negrura de la noche; allí con
olor a camelia, una serpiente viscosa enrollada a mi pierna apretaba y mordía
con fuerza. Me miró, yo apenas podía mantener la mirada, y entonces, en un segundo
insólito y de infarto, se echó para atrás y se abalanzó sobre mi cuello hasta
estrangularme. Lo único que quedó de mí fue una gran mancha de sangre en un
colchón recién lavado.
“Teme con cautela pues
nunca se sabe cuándo te devorarán tus miedos.”
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