Indeseable.
Desperté noctambulo frente a una realidad incomprensible,
socializada; socialmente excluyente. Un poeta corrupto, un obseso deprimido y
encarcelado; un metafísico racionalizado. Se podría decir que nunca fui como la
gente se esperaba que fuera, y debo afirmar que cometí actos éticamente
incorrectos; los cuales, me cuartaron la libertad y me aprisionaron en la
oscuridad de una habitación parcialmente iluminada. Débil luz que sucumbía a
las sombras pudorosas que manchaban mi cara, ya de por sí aplacada por el
tiempo, con rayas negras variables e intermitentes.
Estuve veinte años encerrado por un crimen del que no me
avergüenzo, veinte años encerrado por haber nacido con un deseo incontrolable.
¿Cuál fue mi error? ¿Acaso Dios me castiga tras crearme? Lógica absurda que
descontrola mi alma corrompida por la pena. ¿Es Dios una burla, un ente irónico
sin fundamento ético? Yo no elegí nacer y mucho menos determiné mis instintos;
me dejé llevar por mis sentimientos adictivos y me convertí en monstruo
indecente que atormenta a la sociedad e insulta al sistema incorruptible.
No fui un drogadicto, en ningún momento escogí esta vida, en
ningún momento me enganché. No pretendía escapar de la realidad; siquiera
buscaba nuevas experiencias, nuevos estímulos; tan solo era esclavo de mi
constitución, de mi esencia independiente y egoísta. Mi mente no concebía el
altruismo, ni el concepto social-racional, ni el conservadurismo atroz, ni la
inseguridad humana y su necesidad absorbente de perdurar a través del grupo;
yo, sí, yo, como persona humana que soy; no como monstruo definido; me comporté
tal como fui creado y luché por mis sueños particulares al igual que otro
humano, y aun así, fui reprimido y aislado en una prisión austera y vergonzosa,
con individuos que voluntariamente; escogiendo; habían perturbado el orden;
pero… ¡Yo no escogí! No soy ni seré nunca igual que ellos. A mí me marcaron al
nacer, el mismísimo Dios me moldeo del barro e hizo de mí lo que soy hoy en
día. Capaz de aguantar cualquier tortura, cualquier sufrimiento; mas incapaz de
reprimir mi esencia.
Logré salir de aquel lugar transgénico y vulgar. Culturicé
mi alma y estuve años meditando, oprimido por cadenas artificiales, aprendiendo
el mecanismo del control. Alcancé mi propia sabiduría, consecuencia de la
imposición estatal. Conseguí lo que la escuela no me inculcó. Necesité veinte
años en una cárcel y una vida intuitiva para poder reprimir mi propia esencia.
Sacrifiqué mi vida para renunciar a mi felicidad; y ahora me pregunto… ¿Eso me
convierte en bueno? ¿Eso me hace mejor persona? “Sueños de un loco”; como diría
mi conciencia. Morí, ellos me mataron. Sí, me desvanecí y ellos no sufrirán
consecuencia alguna. Todo por el bien de la sociedad. ¿Se adquiere, por tanto,
el título de humano únicamente cuando se pertenece a la sociedad? ¿Yo; como
narcisista, como individualista; dejé de ser humano al renunciar a la sociedad?
Sí, no solo fui desterrado sino que además, abandoné a mi especie y me convertí
en un monstruo sin derecho a la libertad utópica.
Soy único, o más bien minoritario, y cargo con esa maldición
desde el día en que abrí los ojos; pero ahí estaba yo, volviendo a contemplar y
admirar la luz del sol, tras lustros ausente. Sin saber qué hacer, sin saber a
dónde ir; había dejado de ser yo y me había convertido en un vegetal, reprimido
e impasible. Un zombi sucio y repugnante; asique hice lo que cualquier animal
que se encuentra desconcertado y a la vez invulnerable, caminé. Sí, caminé sin
más. Paseé por las proximidades sin rumbo. La sociedad me había transformado en
un vagabundo desdeñable, un ex convicto sin familia, sin amigos, sin hogar.
Entonces, en la poesía de la mañana, en el oasis de la desconsolación. En el
profundo universo irónico vi, tras veinte años, a una mujer.
Una belleza sobrecogedora, digna de la unión de la carne y
el conocimiento. Una belleza dulce, lírica, sin artificios ni conservantes. Tan
simple como la perfección conclusa. Ascendente y caótica como el tiempo. Una
diosa pulcra que absorbía tu alma con sus infinitos y enormes ojos verdes. Su
pálida piel vitalizada y sus largas piernas materializadas del más puro arte
pictórico enmudecían mis palabras y ensanchaban mi corazón.
Tantos años reprimiendo mi propia naturaleza, tantos años
suprimiendo aquellos deseos profanos; y no había servido para nada, la miraba
con el deseo que alimenta la obsesión; creciendo en mi interior como un
parasito burlesco. Me detuve, medité, reflexioné; me apreté las manos con fuerza
y me di cuenta de que ni mil vidas habrían sido capaces de reformarme. Trágico,
contundente. Me aceptaba tal cual era e iba a morir por lo que tanto odiaba.
¿Habría cambiado realmente? Sinceramente sigo sin saberlo. Hui lejos, corrí y
corrí, con los ojos bien abiertos, en busca de la muerte.
Me precipité por el primer abismo que encontré y morí por la
sociedad; aquella maniática sociedad que jamás me aceptó ni aceptaría.
Y ahora…
“Dormido en la nada
escucho las voces de mil bebés abandonados. Dormido en la oscuridad perpetua
habito, riéndome de la ética humana; pues no es más sabio quien más vive sino
quien antes desaparece.”
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